Roberto Arias: "El swap tiene que servir para dar certidumbre sobre la deuda, no para sostener el tipo de cambio"

El economista Roberto Arias, en diálogo con El Economista, despliega con agudeza su mirada sobre el escenario económico abierto esta semana. Eliminación de las retenciones al campo, sostenibilidad de la deuda, swap con Estados Unidos, vínculo con el FMI, tipo de cambio, dólar, el futuro del peronismo y una incógnita central: ¿podrá ser Milei reelegido?

POLITICA26/09/2025
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La historia del economista Roberto Arias arranca lejos del Obelisco y de los papers: San Luis capital, hace medio siglo, con baldíos extensos y fauna doméstica mezclada con liebres, sapos y lagartijas. Un paisaje casi rural donde una madre universitaria nunca paró de trabajar ni de formarse mientras criaba a cuatro varones, y un padre, también académico, llegó a rector de la Universidad Nacional de San Luis. 

Arias recuerda su infancia como feliz. Aunque esa candidez se corta al contar que la dictadura irrumpió con violencia: el 9 de julio de 1976, en Tucumán, soldados del Ejército entraron en la casa de su tío —hermano menor de su padre— y su tía —ambos militantes de la Juventud Peronista— y los asesinaron. Su pequeño bebé quedó huérfano. "Montaron un falso enfrentamiento, como solía hacer la policía en ese momento", narra Arias, a quien se le humedecen los ojos. Al bebé de la pareja asesinada se lo intentó llevar un policía a su casa; su esposa lo frenó. El niño terminó en un convento de monjas. Al abuelo paterno de Arias le avisaron que su hijo había muerto en un supuesto tiroteo; siguió el rastro, habló con agentes, recuperó al nieto y, junto con otro familiar, emprendió un viaje largo: una ambulancia prestada por un sindicato los llevó —con el bebé y los dos cuerpos— de Tucumán hasta Mendoza, donde vivían los abuelos maternos y donde el primo se crió. 

—¿Cómo impactó esa historia en tu mirada de la política y la economía? —le pregunta El Economista a Roberto Arias. 

—Crecimos con miedo, con silencio obligado. Hubo represión en la Universidad Nacional de San Luis; el rector de entonces fue secuestrado y desaparecido. En casa se decidió proteger a dos estudiantes perseguidos. Eso ordena prioridades para siempre —responde. 

El clima político en la casa de Arias fue intenso: radicalismo alfonsinista del lado paterno y una izquierda universitaria en la rama materna. En esa matriz doble, Roberto forjó su sensibilidad: compromiso, involucramiento con las instituciones y vocación por pensar más allá de las simplificaciones. La escena de la madre que ofreció refugio, en plena dictadura, a dos estudiantes comunistas perseguidos alcanza para volver tangible lo que estaba en juego: derechos y riesgos. No mirar para el costado.  

Arias partió de San Luis a los 17 y eligió una ruta de estudios "duros". Economía en la Universidad de Córdoba. Allí desarrolló un interés firme por la micro y por lo matemático, con maestros de rigor como Aldo Dadone, y un pie temprano en la estadística aplicada. 

Después completó la maestría en Administración Pública en Columbia, en Estados Unidos —etapa en la que vivió un año y medio en Nueva York— y luego el doctorado en Economía en la Universidad Nacional de La Plata, el cual se completó mientras trabajaba primero en Rentas y luego como subdirector ejecutivo de la Agencia de Recaudación de la Provincia de Buenos Aires (ARBA), al contribuir a su creación bajo la conducción del economista Santiago Montoya. 

Esa experiencia bonaerense lo volvió un conocedor de la capacidad estatal: diseñar y cobrar impuestos, coordinar jurisdicciones, hacer que la normativa funcione en la calle. Su trabajo de tesis fue sobre Ingresos Brutos, un tema que organiza buena parte de la vida fiscal subnacional. Arias vivió cerca de La Plata en aquellos años de trabajo en la administración bonaerense, entre 2002 y 2009. 

Luego, se mudó a la ciudad de Buenos Aires para convertirse en uno de los directores de la ANSES, bajo la dirección de Diego Bossio. Ese paso por el organismo previsional lo acercó a ministros y gobernadores.

Más tarde presidió la Comisión Arbitral de Ingresos Brutos, entre 2015 y 2019. Un organismo del Estado no tan masivamente conocido, aunque con un peso decisivo dado que administra en conjunto el impuesto sobre los ingresos brutos de las 24 provincias. Sus autoridades las designan los gobernadores y al presidente lo eligen sus representantes. 

—¿Cómo recordás tu paso por el gobierno de Alberto Fernández como secretario de Política Tributaria? —le pregunta El Economista a Roberto Arias. 

—Fue la oportunidad de mi vida, porque toda mi formación y mi carrera habían estado orientadas a ocupar un cargo a nivel nacional de ese tipo. Me sentía muy cómodo con Martín Guzmán, una persona súper capacitada, con quien había desarrollado una relación de confianza. Estaba convencido de que tenía las condiciones para ser un buen ministro. Yo siempre decía que me había tocado el mejor trabajo del mundo en el peor momento posible. Guzmán también lo decía. A los 40 años poder ser ministro de Economía en su país con su formación es un privilegio, aunque las condiciones fueron desastrosas. Al asumir, se encontró un Tesoro en default, una economía con inflación del 50% y cepo cambiario. A eso se sumaba el Fondo Monetario, que siempre condiciona absolutamente todo. Y cuando recién empezábamos a acomodar el panorama, llegó la pandemia: un cisne negro de magnitud inédita, sobre todo en términos económicos, aunque en otras áreas también. 

 

—¿Y cuán perjudiciales fueron las internas?

—Las internas hicieron muchísimo daño: la falta de acuerdos, la imposibilidad de sostener una línea clara. Aunque también hay que señalar la responsabilidad de Alberto Fernández, quien podría haber hecho mucho más para independizarse y marcar un camino propio.

Tras su paso por la gestión de Guzmán, Roberto Arias continuó su itinerario académico y técnico y su vocación de no dar la espalda a los desafíos económicos del país. 

Profesor en la Maestría de Finanzas de la UBA, Arias dirige el Centro de Asuntos Fiscales, consultora dedicada al diseño de políticas en materia fiscal y tributaria. En definitiva, el trabajo de Arias lleva una marca clara: conocimiento en el terreno, experiencia acumulada en Nación, Provincia y la Comisión Arbitral, y una toma de posición: peronismo y justicia social, sí, aunque con orden macroeconómico. 

Para Arias la memoria familiar es también una brújula ética. La escena de Tucumán en 1976 vuelve una y otra vez. También la casa puntana que cobijó a los estudiantes perseguidos. Esos pasajes alimentan una convicción: la política pública no flota en el aire; se apoya en vidas concretas.

No se trata de abrazar etiquetas con facilidad, aunque sí formular una regla simple: inclusión y desarrollo requieren disciplina macro y administración tributaria que funcione. Tan técnico como político, tan experto en impuestos como en abordajes creativos, Roberto Arias disecciona la coyuntura de la semana y los desafíos del presente en conversación con El Economista. 


 

—En 2021 defendías un esquema que diferenciara entre productos primarios e industriales para empujar el valor agregado. Con la baja reciente de retenciones anunciada por el gobierno de Milei, ¿qué correcciones harías para sostener la recaudación?

—Es relevante calibrar la baja de retenciones. Sostener la recaudación es un equilibrio difícil, aunque necesario.

 

Está claro que la retención es un instrumento distorsivo que debería desaparecer, aunque no se puede eliminar de un día para otro. Ésa fue también la mirada que teníamos en 2020-2021. Las retenciones pueden usarse como un mecanismo para promover el agregado de valor. En China, por ejemplo, si se importa grano el impuesto es bajo o nulo, mientras que si se importa aceite o harina el impuesto es más alto. Castigan cuando se importa el valor agregado porque se le quita competitividad a trabajadores calificados de China. Con las retenciones siempre debería haber un diferencial que favorezca el procesamiento local.

Pondría un diferencial sobre los granos: un 5%, 7% u 8%, y cero para los productos procesados, como harina, aceite o incluso la carne, que es en definitiva una proteína elaborada a partir de los granos.

Además, la retención a los granos genera una baja en el precio de los insumos, lo que hace más competitivas a otras cadenas productivas. El problema es que eso ocurre a costa de la competitividad del propio productor de grano. Ése es el único caso que justifica la existencia de las retenciones. Ahora bien, alícuotas del 20, 25 o 30% son definitivamente un problema.

 —En el caso de que correspondiese aplicación de las retenciones, ¿cuál sería la modalidad a elegir? 

—Creo en las reglas. Todo lo que pueda fijarse por ley es mejor. 

En el caso de los recursos naturales, sobre todo minería e hidrocarburos, tanto el Fondo Monetario como varios países —Chile, Perú, entre otros— utilizan alícuotas móviles atadas al precio internacional. No son retenciones, sino impuestos a las ganancias o regalías. La alícuota del impuesto a las ganancias aumenta cuando suben los precios internacionales.


Argentina debería avanzar hacia un esquema de derechos de exportación progresivos. Precios muy altos de commodities permiten que el Estado tenga una participación mayor y, al mismo tiempo, le dan mayor viabilidad a los proyectos. 

El problema es que en Argentina, con tanta incertidumbre y con la minería tan rezagada, cualquier modificación se percibe como una traba. Sin embargo, estoy convencido de que seguir lo que hicieron otros países —aumentar impuestos y atarlos al precio internacional de minerales e hidrocarburos— es positivo.

—El secretario del Tesoro de Estados Unidos, Scott Bessent, anunció un swap por unos US$ 20.000 millones. ¿Para qué serviría?

 

—El principal problema que enfrenta Argentina es que, con este nivel de riesgo país, existen serias dudas respecto de la capacidad de cumplir con los compromisos de la deuda externa. La amenaza de un default complica enormemente el frente externo, la inversión y todo lo que depende de esa estabilidad. Por eso considero que el resto de los problemas, incluso la volatilidad cambiaria, son de segundo orden en comparación con el riesgo de incumplimiento de la deuda.

Si estuviera en el lugar del gobierno, cualquier apoyo de Estados Unidos lo ataría a despejar esas dudas, asegurando el pago de los vencimientos de deuda por al menos dos años, hasta llegar a la elección de 2027. El swap tiene que servir para dar certidumbre sobre la deuda, no para sostener el tipo de cambio. 


Ahora bien, si ese dinero se destinara únicamente a reforzar las reservas del Banco Central y este, a su vez, lo utilizara para vender en el techo de la banda cambiaria, sería un error enorme. En ese escenario, se estaría tomando deuda para que los fondos se fuguen, exactamente lo que ocurrió con el primer crédito del Fondo Monetario de 2018. Allí hubo una corrida contra el peso, mientras del otro lado se emitían pesos a un ritmo alto por la política de tasas de interés elevadas. Si esos pesos se retiran y se canalizan hacia el dólar, el resultado es que toda la deuda tomada termina transformándose en ahorro privado en dólares. Es el peor de los mundos: el país queda con más deuda, menor capacidad de repago y sin ninguna mejora en la estructura productiva.

Otra cosa distinta sería endeudarse para proyectos que aumenten la capacidad de exportación —un gasoducto, una inversión minera, un tren—, porque eso genera divisas futuras y fortalece la capacidad de pago. Pero endeudarse para que los argentinos cambien pesos por dólares es muy dañino.

 

Eso fue, en buena medida, lo que ocurrió en 2018. Y el propio Fondo, en las auditorías externas posteriores a ese programa, lo reconoció. La principal crítica fue justamente esa, al punto de que en sus informes utiliza sin rodeos la expresión "capital flight", fuga de capitales. No se trata, como a veces se discute en Argentina, de un término inventado por el kirchnerismo: fue efectivamente una huida del peso hacia el dólar, financiada con deuda. Y ese es, sin dudas, el peor de los mundos.

 

—Con el posible apoyo del Tesoro de EE.UU., el Banco Mundial y el BID, ¿cuál debería ser la prioridad en el primer mes: sumar reservas, mejorar la liquidación de exportaciones o bajar la volatilidad cambiaria?


—La prioridad debería ser asegurar el pago de la deuda. Obviamente, en la medida en que el gobierno pueda sostener un superávit de cuenta corriente —que es lo que debería recuperar— también debería comenzar a acumular reservas. Ahora bien, pienso que US$3.000 o US$4.000 millones adicionales que la Argentina podría haber comprado este año no cambian demasiado la ecuación.

Del otro lado hay una montaña de pesos que sigue creciendo. Entonces, si no se ordenan los flujos de manera sostenida, el hecho de tener un poco más de reservas no modifica demasiado la situación. A largo plazo es necesario contar con un mayor nivel de reservas para reducir la vulnerabilidad y la volatilidad, pero hoy la prioridad pasa por alejar el riesgo de default.

—¿Qué medidas se podrían tomar para que los dólares del swap no se consuman en pocas semanas defendiendo un tipo de cambio atrasado?


—No hay demasiado margen. La regla debería ser que ni el Tesoro ni el Banco Central vendan dólares. Aunque eso implica eliminar el techo de la banda cambiaria.

El problema es que si ese techo no resulta creíble, se vuelve contraproducente. La lógica de las bandas cambiarias es que el dólar se mantenga lejos de los límites: si el techo es confiable, la probabilidad de que el dólar suba más allá de ese nivel es muy baja y, por lo tanto, no es atractivo apostar contra el peso. La lógica era clara: cuando el dólar está cerca del piso tiende a subir, y cuando está cerca del techo debería bajar. Eso funciona sólo si las bandas son creíbles.

Cuando no lo son, ocurre lo que pasó recientemente: el Banco Central terminó vendiendo en el techo. Esa señal es contraproducente porque alimenta la expectativa de un cambio de régimen. En ese escenario, el mercado siempre apuesta contra la autoridad monetaria, y el Banco Central pierde porque la relación de fuerzas es desigual: de un lado hay reservas muy limitadas y del otro una montaña inconmensurable de pesos. No se debería defender el techo de la banda.

—¿Qué pediría Estados Unidos a cambio de los bonos, créditos y el swap por US$20.000 millones? ¿Se prevén exigencias geopolíticas además de las económicas —vínculo con China, 5G—?

—Posiblemente. Aunque creo que el gobierno de Trump es muy particular. Su gobierno es capaz de hacer, tanto en lo bueno como en lo malo, cosas muy diferentes. Podría prestarle sin ninguna exigencia, en parte porque Milei, en el plano geopolítico, resulta absolutamente confiable y va a hacer todo lo que se le pida. Como también podría aparecer una exigencia extraordinaria que el gobierno aceptaría. Es un escenario raro, de mucha incertidumbre.

—Con el esquema de bandas cambiarias, ¿el Gobierno debería esperar a que el dólar llegue al techo para comprar reservas, o conviene intervenir antes para dar más previsibilidad?


—Lo ideal sería que el Gobierno establezca una meta de acumulación de reservas, que es lo que marca el programa del Fondo y, justamente, la única meta que hoy no se está cumpliendo.

En función de eso, el tipo de cambio es un resultado. No se pueden manejar las dos variables a la vez. No se puede querer un tipo de cambio determinado y, al mismo tiempo, acumular reservas: es una cosa o la otra. Es preferible priorizar la acumulación de reservas antes que sostener un tipo de cambio determinado. El Gobierno debería tener una meta de compra.

—¿Las bandas cambiarias se pueden eliminar y dejar que el dólar flote?


—Sí, es un régimen distinto. Por supuesto que se podrían eliminar las bandas. El primer gobierno de Kirchner tenía un tipo de cambio totalmente libre. Lo que se puede hacer es decidir intervenir, pero sin anticipar la regla. Ese es un régimen diferente.

En ese otro esquema hay que generar desincentivos para que quien apueste pueda perder. El objetivo es que el que apuesta, y sobre todo el último que entra, pierda, para que después no haya nuevas corridas. Si ganan, el problema se agrava. Eso era lo que hacía Kirchner: dejaba que el tipo de cambio suba, suba, suba, y después aplicaba el sacudón.


En estos días se intentó algo parecido. El problema es que Caputo tiene un conflicto con el control del tipo de cambio.

Creo que también está vinculado a la sostenibilidad de la deuda. No puede aplicar un aumento muy fuerte del tipo de cambio porque los intereses y el capital se disparan. Es un equilibrio delicado, hay que calibrar varias variables. El mayor problema que tuvo Caputo en 2018, cuando era presidente del Banco Central, fue  que el FMI le prohibió intervenir y él, a toda costa, quería hacerlo. Primero se gastó todo y después se fue. Lo terminaron echando tras quemar unos US$ 20.000 millones.


 

¿Por eso se dice que el Fondo no quiere a Caputo?

—Claro. Hubo una disputa enorme, pública. La implementación del programa de 2018 en los primeros meses fue totalmente contraria a lo que pedía el Fondo. Como había varios desembolsos, al segundo le dijeron: "No prestamos más". No sólo por no respetar la política de no intervención, sino porque ya no confiaban en él como presidente del Banco Central.

—¿Y hoy el FMI confía en Luis Caputo?

—El contexto es diferente y, además, son personas nuevas en el Fondo. Igual creo que el FMI aprendió mucho después de 2018. El Fondo ha cambiado el chip respecto a la Argentina: se puso mucho más duro. 

Actualmente tenemos este esquema que se nota que al Gobierno no le gusta. No se siente cómodo: primero dijo que el dólar iba a ir al piso de la banda, después aseguró que lo defendería en el techo con todo lo que tuviera. Hay incomodidad. El Fondo hoy ya no discute Caputo sí o Caputo no; directamente no le cree a la Argentina como país. Y va a imponer las condiciones que considere necesarias. 

—De cara a 2027, si Kicillof o el peronismo del interior aspiran a gobernar, ¿qué compromisos fiscales y monetarios deberían incluir en su programa para que la bandera de la estabilidad sea creíble? ¿Qué instituciones habría que reforzar para sostenerla y cómo se compatibiliza ese objetivo con la justicia social?

—Desde el punto de vista fiscal, el trabajo ya está hecho. No hace falta un esfuerzo descomunal hoy. El desafío es mantener lo logrado y no romper lo alcanzado. En esto reconozco lo que hizo el Gobierno.

En lo monetario hay que ver, porque son cuestiones que cambian mucho en el corto plazo y dependen de la situación de llegada. Pero con el frente fiscal resuelto, la cuestión monetaria es más fácil de ordenar. El mayor problema que tuvo siempre la Argentina es que un déficit fiscal junto con problemas en el mercado de deuda exige asistencia monetaria permanente. Eso complica toda la política monetaria. Es un desafío enorme ordenar lo monetario si se está asistiendo al Tesoro de manera constante. Cuando se libera de esa carga, la política monetaria se acomoda.

Con una macro mínimamente estable se puede pensar en política industrial, en programas de desarrollo e infraestructura. Eso es lo que el país necesita para ser competitivo, aumentar la productividad y lograr un PBI per cápita más alto. Ese es el camino.

—Escribiste que el peronismo coincide en el diagnóstico sobre lo que pasa, pero no sobre lo que hay que hacer. ¿Es posible unir puntas?

—Hay una parte grande del peronismo con la que no coincido en nada respecto de lo que hay que hacer. No estoy seguro de que se pueda resolver: va a depender del liderazgo. Pensar que todos se van a poner de acuerdo en un programa común es una quimera, una ilusión imposible.

Lo que necesita el peronismo es evitar lo que pasó en 2019, cuando tuvo un liderazgo prestado y todo quedaba en discusión. Hace falta un liderazgo genuino. Y dependerá de quién lo encarne: si es alguien convencido de mantener el orden macroeconómico o alguien con una visión "terraplanista". 

Al observar a Luiz Inácio Lula da Silva o a Claudia Sheinbaum, ¿qué aprendizajes puede tomar el peronismo para combinar justicia social y estabilidad macro en 2027?

—La experiencia más reciente es la de Luiz Inácio Lula da Silva y Claudia Sheinbaum, aunque durante los 2000 hubo varios líderes progresistas: en Uruguay, José Mujica; en Brasil, Lula; en Ecuador, Rafael Correa; en Chile, Michelle Bachelet; e incluso el primer Evo Morales en Bolivia. Todos encabezaron gobiernos progresistas con inflación baja.

Lula, por ejemplo, mantuvo la inflación controlada y aplicó políticas muy progresistas, como el plan "Bolsa Familia", que redujo la pobreza y expandió el gasto social. Allí hay una lección. En cambio, en el peronismo parece que se instaló un virus, una idea muy perniciosa: que se podía gastar más de lo que se tenía sin consecuencias. Ese chip hay que extirparlo.

Por eso confío mucho en los líderes del interior. Gobernadores e intendentes son muy conscientes de la restricción presupuestaria. No pueden emitir, tienen que arreglarse con lo que hay. Y eso genera otra disciplina. 

—"Un error del Gobierno es agrandar las consecuencias de lo que hace la oposición y hablar en los peores términos de ellos", publicaste. ¿Qué efectos concretos tiene esa estrategia sobre la posibilidad de que un programa económico funcione?

—Eso mismo ocurrió en 2019 con Macri. Cuando desde el oficialismo se perfila al adversario como un fantasma comunista, los mercados reaccionan sin matices. Su lógica es totalmente maniquea. Y si desde el discurso oficial, por un cálculo electoral de corto plazo, se refuerza esa visión, se comete un error. Además, si eso se declara en público, resulta inimaginable lo que se transmite en privado. Así se vuelve muy difícil conducir un país. 

—En 2016, por ejemplo, Macri llevó a dirigentes opositores a Davos, como a Sergio Massa. ¿No podría Milei replicar algo parecido con alguien de la oposición?

—Debería hacerlo. No está en su ADN, pero el presidente tendría que buscar ese tipo de acuerdos, incluso compartir espacios de gobierno. Si se observa el directorio del Banco Central: son diez directores y todos han sido designados sin acuerdo del Senado, sin representantes de la oposición.

Debería haber, al menos, dos o tres directores opositores. Eso aporta información, vuelve públicas las discusiones y garantiza control político. Lo que puede parecer una señal de debilidad en realidad otorga sostenibilidad a un programa económico, le da resiliencia. 

El Banco Central no debería responder solo al Ejecutivo, sino también a la representación del Senado. Y si no se está dispuesto a compartir ni siquiera eso, mucho menos se buscarán acuerdos más amplios. 

Si todo se hace por decreto, sin acuerdos mínimos con la oposición, el mercado interpreta que todo depende de que el oficialismo gane. Y si pierde, el programa se derrumba. Por eso, cuando se decía que una derrota en La Matanza elevó el riesgo país a 1.400, parte de la explicación era esa: la fragilidad política que sostiene el programa.

—"Milei no se va a presentar a su reelección. Guarden este tuit", escribiste en X. ¿Por qué estabas convencido de que no buscaría un segundo mandato?

—Recientemente cambié de opinión porque el tuit de Trump fue muy explícito en alentar la reelección de Milei. Parecería incluso una condición. 

A Milei lo veía sin vocación, sin interés. No creo que llegue a 2027 en una situación favorable. Si le va bien al programa, se tendrá un crecimiento magro, la pobreza dejará de bajar, el desempleo subirá, las condiciones de vida empeorarán y los salarios seguirán estancados. Eso en el mejor de los casos. En el peor, una crisis.

Dos años de esa situación desaniman a cualquiera, más a alguien a quien no le fluye la política. A Massa o a los Kirchner la política les corre por la sangre. A Milei le fluye más ser influencer, disertar en congresos, cantar, ser aplaudido. No le fluye administrar ni gobernar. Delegó casi todo. Por eso escribí que no lo veía buscando un segundo mandato. Aunque insisto, el tuit de Trump cambió un poco mi percepción.

 

 

¿Qué chances hay de que el sector minero despegue en Argentina y se acerque a los niveles de Chile? ¿Ese desarrollo, sumado al aporte de Vaca Muerta, eliminaría la famosa "restricción externa"?

—Sí, sin dudas. Argentina necesita aumentar de forma significativa las exportaciones para lograr un superávit de cuenta corriente sostenible durante varios años. Eso permite acumular reservas genuinas, sin endeudarse. Porque el gobierno de Macri acumuló reservas pero con deuda, cuando le pidieron los dólares, los devolvió y volvimos al inicio.

La única forma genuina es con superávit de cuenta corriente. Y eso requiere exportaciones crecientes. Por primera vez en mucho tiempo aparece una ventana hacia adelante: incluso economistas peronistas reconocen que en cinco o seis años las exportaciones van a aumentar mucho.

 

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