El costo de la proactividad

En el mundo del trabajo, la palabra "proactividad" ha ganado un lugar privilegiado en perfiles, entrevistas, descripciones de puesto y charlas de liderazgo. Se valora, se busca, se premia. Queremos personas que piensen más allá de lo esperado, que no se limiten a cumplir, sino que se anticipen, propongan, mejoren.

NEGOCIOS02/06/2025
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Y sin embargo, pocas veces nos preguntamos: ¿cuánto cuesta ser proactivo? ¿Qué implica, a nivel humano, ese esfuerzo diario de imaginar mejoras, cuestionar rutinas y atreverse a experimentar? 

Un reciente estudio publicado en la Harvard Business Review ilustra un aspecto poco visibilizado: la proactividad tiene un costo cognitivo real. Aquellos empleados que se esforzaban por mejorar sus tareas principales —por ejemplo, diseñar una nueva estrategia para comunicarse con clientes— terminaban el día con menor capacidad de concentración y menor rendimiento cognitivo que aquellos que simplemente cumplían con su rutina habitual. El simple hecho de pensar cómo hacer mejor el trabajo desgasta más que el trabajo mismo. 

La explicación no sorprende: al igual que aprender a andar en bicicleta, las tareas laborales repetitivas se automatizan mentalmente con el tiempo. Requieren cada vez menos esfuerzo. Pero innovar —aunque sea sobre una acción cotidiana— obliga a interrumpir esa automatización, a abrir nuevas rutas mentales. Y eso agota.

El falso mito del empleado ideal 
En muchas organizaciones se promueve un modelo de colaborador ideal que debe ser innovador, resolutivo, entusiasta, con iniciativa y buena predisposición todos los días. Pero no se puede ser brillante todo el tiempo. Y pretenderlo es, en sí mismo, una forma de violencia simbólica. 

Además, existe un efecto colateral poco nombrado: cuando un empleado innova demasiado, los procesos se entorpecen. Imaginá optimizar continuamente herramientas o formas de trabajo. Cada vez que el equipo abra el documento o la herramienta renovada, tendrá que aprender a usarla de nuevo. El resultado: un costo adicional de tiempo y esfuerzo, no solo para la persona que propone la mejora, sino también para el equipo que acompaña. Un ejemplo claro y concreto de esto sería que cada vez que uses la computadora descargue actualizaciones. Demora un tiempo en empezar a procesar.

La proactividad genuina requiere condiciones: claridad de objetivos, seguridad psicológica, espacios de pausa, tiempos para pensar, y lo más importante: un entorno que transforme las buenas ideas en procesos sostenibles. 

Porque lo cierto es que no alcanza con tener ideas. Hay que tener el margen mental, emocional y organizacional para implementarlas. Sin procesos claros, la innovación termina dependiendo del esfuerzo individual. Y eso no es escalable.

Crear hábitos para sostener la innovación
La buena noticia es que, como líderes, sí podemos hacer algo: institucionalizar la mejora continua de forma que no desgaste, sino que alimente al equipo. ¿Cómo? 
Diseñando rituales de innovación, como una reunión trimestral donde todos propongan mejoras. No para obligar a tener ideas todo el tiempo, sino para abrir espacios donde se escuche y se construya en colectivo. Cambiamos quejas cotidianas por soluciones tempranas. 
Clarificando procesos. Cuanto más rutinarias y predecibles sean las tareas básicas, más energía queda disponible para la creatividad. 
Asignando tiempo para pensar. La planificación no es solo para jefes. Todos los roles necesitan tiempo para observar y proponer sin el peso de la urgencia constante. 
Creando seguridad psicológica. Equivocarse debe ser parte del proceso, no motivo de castigo. Si una mejora no funciona, debe servir como insumo para otra mejor. Así avanza la ciencia y evoluciona la sociedad. 
Favoreciendo el descanso y la flexibilidad. Las mentes agotadas no innovan. Y como lo muestra la investigación, no hay productividad sin energía mental. 
El propósito detrás de la mejora 
La proactividad no es solo una habilidad técnica. Es una forma de comprometerse con el trabajo. Implica querer que las cosas salgan mejor. Implica, en definitiva, cuidar lo que se hace. 

Pero para que ese cuidado no se convierta en sobre-exigencia, necesitamos estructuras que sostengan el deseo de mejorar. Que no lo ahoguen con burocracia ni lo quemen con la presión de rendir siempre al máximo. 

Invertir en procesos claros, hábitos sostenibles y vínculos sanos no es un lujo. Es una estrategia. Es lo que transforma la innovación de algo eventual a algo cultural. 

Y en tiempos donde todo cambia, lo cultural es lo que queda.

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